Quizá la cobardía o el eterno miedo a equivocarse.
En los momentos más álgidos de una existencia memorable podría recalcar cada segundo por los pensares descontrolados y punzantes que corroen indiscretamente.
Sé perfectamente, que cualquiera de las que veo por la calle se levanta a una mañana soleada mostrándose acertada con su suerte entera, quizás con sueños que cumplir que no sabe como encarrilar, quizás con una ventana esperando a ser abierta por fuera. Pero con razones para sonreír.
El hecho de detestarse lo denota el miedo a no querer conocerse. En el sentido que se precie en la mente, cualquiera de los puntos convergen en un desconocimiento interno a todos los niveles. Pero lo natural es cerrar los ojos y dejar que las pestañas cubran la vista de una cortina resistente, cerrada con llave.
Miedo y desconfianza, aburrimiento e inquietud: por un lado sendos guardianes que te hacen inclinar la vista hacia el lado contrario, y por otro, inquietos duendecillos traviesos que te tiran de las ropas para salir del agujero negro y crear una nueva vereda llena de sueños eternos.
El intermedio tiene que existir, pero en solitario es preciso encontrarlo.
Y uno de los pasos es dejar de lamentarse sin hacer nada por evitarlo. Las palabras ayudaron cuando de recelos y espinas clavadas se trataba. Estas espinas ya se han convertido en hiedra maciza y habrá que actuar de manera distinta.
El sueño comenzó con este espacio personal, y la obligación es llenarlo de ellos, aunque en la vida que está ahí fuera no tenga fuerza para sobrellevarlos.
10 Septiembre 2009
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